Saturday, December 20, 2008

Ecos de añejas voces.




  En la rosada alborada, en esas horas de silencio y misterio cuando las almas aún levitando en su vagabundeo nocturno, resisten retornar a sus somnolientos cuerpos, cual demiurgo insomne, yo destilo recuerdos de épocas ya idas. De esos lejanos días, largas filas de espectros escapando al dolor y al olvido, comienzan a poblar mis lienzos. Lentamente, el sol curioseando el aquelarre de mis espectros va asomando por las celosías de mi estudio, donde los murmullos como de almas en pena se van elevando hasta escucharse una romería de lamentos, quejas, sollozos, pausas y de pronto estrepitosamente, mentada de madre, seguida de blasfemias, acusaciones, recriminaciones y maldiciones. Unos a otros los espectros se van culpando de engaños, de traiciones, de abandono, y yo sin inmutarme sigo escuchándoles después de tantos años de oir lo mismo, a los mismos espectros, todas estas madrugadas de insomnio. Más espectros siguen apareciendo en el lienzo, cuando aplico brochazos por aquí o deslizo el rodo por allá. Una mancha de rojo óxido aplicada con el rodo, al deslizarla por el lienzo color ocre, se ilumina con unos cuantos brochazos de amarillo cadmio, dando origen a una silueta de hombre que parece apartarse del resto de espectros, tal vez huyendo de ellos o quizás para contemplar de lejos la tragicomedia que representan. Su presencia impuso silencio en aquel pandemónium.

  Las viejas fotos de familia que cuelgan de la pared de mi estudio cobran vida, resucitando un pasado ya distante; en esas fotos se puede ver a mis hermanos y a mí en la idílica niñez, cuando la inocencia pintaba tímidas sonrisas en nuestros rostros de miradas curiosas, expectantes de futuro, hoy hecho pasado. Entre esos retratos, se encuentra uno de mi abuela Margarita, probablemente cuando tenía veinte años de edad. Sus ojos perdidos en el vacío de mi estudio, repentinamente se posan en los míos... cuántas preguntas suspendidas en aquella mirada habían!. Recuerdo, como ella me defendía ante las crueles bromas de mis primos, cuando me sorprendían jugando con las muñecas de mis hermanas, diseñándoles vestidos extravagantes con los retazos de tela, sobrantes del trabajo de costura que mi madre realizaba para el sustento de la familia. Mi abuela justificaba mis juegos infantiles, achacándolos a pura excentricidad artística. Orgullosa de mi habilidad mostrada en mis primeros dibujos, siempre los enseñaba a los familiares y amigos que le visitaban, creándome así una fama de niño artista.

 -El va a ser diseñador de modas o pintor- decía. Y muy segura de mi destino como pintor, me inscribió ella misma en la escuela de Bellas Artes, en las clases sabatinas de dibujo. En ese período dibujé algunos retratos a lápiz o en tiza pastel, a petición y para regocijo de la abuela Margarita, copiándolos de los retratos de sus seres queridos, color sepia, o blanco y negro, que habitaban en su álbum de recuerdos. Todos los sábados por la mañana asistía a la escuela Nacional de Bellas Artes, edificio que en otros tiempos fuera una de los primeras casas presidenciales, ubicado frente al parque central.. El segundo piso era de tambo de madera con balcones con vistas al parque central; parque donde los árboles de malinche o chilamate siempre estaban alborotados por la algarabía de los zanates clarineros. Y más arriba, en la bóveda de un diáfano cielo azul, sobrevolaban en círculos bandadas de palomas castillas, quizás las mismas que anidaban en los aleros del tejado de nuestra casa del barrio Boer, ajenas a la vida feliz o infeliz que rutinariamente se llevaba bajo dichos techos. Aquellos techos de tejas de barro a los que el invierno pintaba trazos de verde lama y, que eran a menudo nuestro empinado observatorio, donde encaramados sobre ellos y escondidos entre las frondosas ramas del gran árbol de mamón junto con mis hermanos, escudriñábamos los otros tejados y patios vecinos, tratando de indagar el tipo de vida que palpitaba bajo ellos. Sería semejante a la nuestra?, me preguntaba a mí mismo. Habría bajo esos techos un pasado que como el nuestro, empezaba a deshilacharse lenta e imperceptiblemente?, como las nubes allá arriba, cuyas caprichosa formas de animales, personas u objetos se disolvían constantemente en el infinito azul de la nada.

  Como parte de las exigencias del colegio San Antonio, donde mis hermanos y yo estudiábamos, había que asistir los domingos por la mañana a la basílica de San Antonio, vestido de pantalones color café, camisa blanca manga larga y al cuello un corbatín café, cual cursi lazo de regalo como ofrenda al dios-padre-misericordioso de mi abuela.. El traje completo había sido cortado y tallado por mi madre a quien desde que yo tenía uso de razón, había visto pegada a una máquina de coser para vestir y alimentar a sus seis hijos. Entre las clientas a las que mi madre les tallaba sus voluminosos traseros, estaban unas judías, comerciantes de tela en Managua. Cuando ellas llegaban a tallarse sus vestidos y mi madre tenía que pedirnos nos retiráramos de la sala, ellas jocosamente decían: - No niña, hay dejalos, que lo que no se van a comer los moros que se lo coman los cristianos !. Y claro como diosito-padre-todopoderoso nos enviaba a estas ricachonas judías para poder comer!, mi madre debía en sus oraciones, de agradecerle tanto, porque diosito aprieta pero no ahorca!. Pero para mí, por esa manía innata de ponerlo todo en duda, algo no encajaba en la justicia de este dios misericordioso de mi abuela y de mi madre.  Por ser un escéptico nato, mis rezos y las penitencias impuestas por el sacerdote ante mis "graves pecados" de adolescente, no se elevaban mas allá de lo que se elevaban las palomas alrededor del campanario de la basílica de San Antonio.

  La abuela nunca se imaginaría, que mezcla tan rara de sentimientos y pensamientos se gestaban en mi inocente laboratorio memoril!. Nunca me atrevería a explicarle que la causa de mis abruptas huidas de la iglesia de San José, en aquellos precisos momentos de la eucaristía, cuando el sacerdote elevaba la hostia y decía esta es carne de mi carne, se debían a los sentimientos de culpabilidad por mis prematuros deseos sexuales, a tal extremo que me hacían sentir indigno de aquel santo lugar; lugar donde yo había sido bautizado, donde también había recibido mi primera comunión, según atestigua una vieja foto y donde probablemente se me oficiaría algún día una misa de cuerpo presente, en camino hacia mi última morada. Santo lugar, el de la iglesia de San José, del cual mi abuela era devota.  -San José era el santo que protegía de las muertes repentinas - me decía. Yo la acompañaba a la iglesia, los jueves del santísimo y los domingos por las noches, para elevar las mismas plegarias de siempre, ante los santos que sordos a cualquier súplica, permanecían indiferentes a tanta sobadera que ya había desgastado la pintura de sus pies, descubriendo la pureza blanca del yeso del que estaban hechos.

  Mi abuela me pedía siempre darle cuerda al reloj de péndulo colgado en la pared, para lo cual debía subirme en una de las sillas de junco. De mi parte, yo deseaba que las manecillas del reloj confundieran su curso, pero mi abuela decía que todo debía marchar como estaba dispuesto y que ni siquiera una hoja de los árboles se movía sin la voluntad de dios. Ante tal afirmación, dios se me figuraba uno de esos muchachos bromistas y malvados hasta la saciedad que en la escuela siempre estaban gozando por las crueles bromas de las cuales los mas tímidos eran sus víctimas. Un dios inclemente que jugaba todo el tiempo, haciendo ricos a unos y pobres a otros; a los bellos, saludables felices los ponía a un lado y para que sobresalieran más en estas afortunadas cualidades los rodeaba de feos, pobres, enfermos e infelices a los cuales hacía por montón, pues eran los que más le rezaban y adoraban con la esperanza de que les hiciera el milagro de pasarlos al grupo de los afortunados. Y así como a esos chicos malvados de escuela, que se dan a mal querer, así le cogí tema al dios de mi abuela ante la cual fingía ser creyente para no decepcionarla. Hasta que un día, harto de fingir creer en un dios sordo, que nunca oía las suplicas de la abuela ni las mías, renuncié a ser el lazarillo de ella, en sus visitas a la iglesia de San José.

  Con este distanciamiento, rompia el sometimiento que dios había establecido a través de mi abuela Margarita. Otros "dioses" de carne y hueso, que después me fueron apareciendo, trataron también de someterme, aprovechando mi ingenuidad al iniciar mi recorrido por la colina de la vida; pero todos habrían de correr la misma suerte. Con el tiempo me dí cuenta que vamos sustituyendo a diose: primero están los dioses que nunca vemos, y por eso los creamos a nuestra imagen y semejanza para pedirle de todo, hasta de la forma en que queremos morir; luego están los que sí vemos y tocamos, los cuales nos someten a su voluntad a travès de la carne, quedando por un tiempo atrapados en la jaula de oro de la pasión amorosa. Y al final estan los dioses políticos, con los que apuestas hasta tu vida, pero donde tambièn si no eres un buen estudiante de Maquiavelo te van dejando entre el montón que sólo cuenta a las horas de las elecciones políticas. Pasando por todos ellos y libre al fin de sus dominios, me quedé con mi propia voluntad, sometido sólo a mi propio yo. Ese mi anarquismo innato me dotaría de cierto escepticismo contra todos esos dioses y por ello a temprana edad daría tremendo disgusto al dios de mi abuela.

  La casa de la abuela terminaba en un gran patio, allí con mis hermanos, bajo los árboles de guayabo, jocote y un gran árbol de mamón, se desarrollaban los más variados juegos y sus consiguientes reyertas. En ese patio hacíamos desde un pequeño escenario de teatro improvisado con viejas llantas de automóviles que colocábamos como pilares del escenario, entre las cuales colgábamos una de las sábanas de cuadritos multicolores que brotaban de las manos de la abuela, hasta un pequeño campo de béisbol; juego que nunca más jugaría, debido a que casi muero al tratar de llegar hasta el "home", el cual era una gran pana de aluminio colocada boca abajo que servía para hervir la ropa, donde al lanzarme para escapar del otro jugador que trataba de hacerme out, caí tan fuertemente que me quedé sin aire en los pulmones. El jugador que me seguía en lugar de hacerme out, me salvó la vida al suspenderme para así recuperar el aire.

  Hasta el fondo de ese patio, nos llegaba el tropel del mundo exterior:
-hoonk,hoonk!!!
-Masachapa, Masachaaapa, Casares, Casaaares, Tipitapa, Tipitaaapa!!!
-aquí les va la lombrisaaaca!!!, para esos niños panzones, la lombrisaaaca, sí saca el zooológico que tiene su niño!!, -una magnetofónica voz anunciaba su producto.
- y para ese mal de amor causado por el marido infiel, aquí está su remedio "el filtro del amor", que le regresará a su marido a la cama y de allí ya no se irá con otra.
- Compre su filtro del amor por tan sólo dos pesitos y calme ese mal de amor!!
- vaaaa soooldar , se repaaaaran porras, se reparan paaailas!!!. - suena otra chillona voz .

  Aquel era un pandemónium de ruidos, de cláxons de buses, con contrapunto de magnetofónicas voces de vendedores, que con bocinas instaladas en sus vehículos, iban ofreciendo toda clase de producto. Pero nosotros seguíamos en nuestro propio e impenetrable refugio, en el fondo del patio, sin importarnos que el mundo allá afuera se desgañitara sin llamar nuestra atención. Lo único que podía sacarnos de nuestro recóndito patio, era cuando nos llegaban las detonaciones de pólvora o las notas del son de marimba de alguna fiesta patronal como la de Santo Domingo, que pasaba justo en la esquina del mercado Bóer, o tal vez las notas de la banda de guerra de algún desfile militar y entonces salíamos corriendo por aquel largo corredor, seguidos por el "yingo" que ladrando se nos unía a la gritería que armábamos. Y con empujones y machucones nos metíamos así como la pobreza, entre la muchedumbre, que ya estaba aglomerada en la esquina de nuestra calle, la cual cruzaba con la calle 11 de julio; allí al compás de las notas de la banda de guerra, marchaban soldados de la academia militar y un soberbiocaballo negro sin jinete, que marcaba el paso con gallardía y gracia, igual a los que habíamos visto en una ocasión en el circo Firuliche. Mi hermana Thelma y yo resistiendo una batalla de empujones, machucones y codazos logramos colocarnos en primera fila.

 -Y ese caballo con botas? - por què lleva esas botas colgadas en la montura? - me preguntaba maliciosamente mi hermana Thelma, con la que decía mi abuela, siempre nos estábamos riendo hasta de ver cagar a un perro.
- Ah! es que tal vez al dueño se le quedaron las botas y quizás se las llevan...
- Adónde? - me preguntaba
- Que se yo, tal vez al cementerio - le contesté yo, señalándole hacia el estadio general, adonde se dirigía el desfile.

  El hermoso caballo de pura sangre, como consciente de la admiración que provocaba en los idiotizados mirones, seguía marchando con elegancia y moviendo su cabeza de arriba abajo, saludándonos como si todavía fuese galopado por su jinete y dueño de aquellas bruñidas botas. Entre los aplausos, gritos y chiflidos se escuchó :
- Viva Somoza, jodido!!

  Esa misma noche el caballo de Somoza marcaba el paso tras las ventanas cerradas de mis ojos, llevando a horcajadas a un ángel que en las procesiones de la semana santa, anunciaba la resurrección del crucificado;  este ángel corría descalzo sobre una alfombra de aserrín de vistosos colores y diseños religiosos, que tapizaba la misma calle por la que en otras ocasiones desfilaba aquel caballo. El ángel que era mi hermana Thelma y que llevaba unas botas militares puestas, invitaba a subir al caballo a un muchacho que era uno de los diablitos promesantes de la romería de santo Domingo, el cual estaba semidesnudo y completamente cubierto de un aceite negro que bajo los rayos del inclemente sol parecía que estaba quemándose en el mismo infierno. El diablito que de pronto era yo, entre risas y gritos trataba de montar aquel brioso y alto caballo; en el primer intento se había venido al suelo y en su desesperación por sujetarse de algo para no caer, se colgó de la manga del vestido del ángel con tan mala suerte que lo desgarró, desprendiendo la cinta que amarraba las alas a la espalda. Después del tercer intento al fin logró montarse, dejando todo embadurnado de aceite negro al ángel, que sin alas y con botas pero feliz, galopaba en el caballo junto al diablito quemándos bajo aquel tórrido sol de agosto. De pronto se vieron rodeados de una multitud de promesantes, de ebrios y de diablitos quemándose en negro y ardiente aceite.

  Un grupo de travestidos ataviados de vistosos trajes de folclor también bailaban al son de la marimba, cumpliendo alguna promesa al diminuto santo-inquisidor, sin saber que este mismo en su tiempo, les hubiera mandado a quemar a juego lento en la hoguera por ser practicantes del pecado nefando y por ser tan escandalosamente locas, como los primeros travestidos-chamanes indígenas, que en castigo fueron dados a comer a los mastines de los conquistadores españoles.  En ese mar de gente afiebrada de sol, desvelo y alcohol, flotaba un barco, pareciendo a veces naufragar en el ebrio bamboleo de sus cargadores. Ese barco que traía la diminuta imagen de santo Domingo de Guzmán, objeto de aquella romería, venía adornado con flores de papel de variados y alegres colores chillones.

  Era todo un circo callejero el que se desplegaba año tras año y en diferentes fechas, en nuestro barrio, con aquel desfile militar del caballo con las botas de Somoza, con aquellos angelitos en las procesiones de semana santa y de diablillos y travestidos promesantes achicharronándose bajo el sol de agosto en las fiestas de santo Domingo.

  Esos años de circos callejeros, esos años de jugarretas, de asombro y de exploración, que tratábamos luego de imitar en aquel micro mundo de nuestro patio, poco a poco fueron quedando atrás. La alharaca diaria iniciaba con los gritos de la abuela levantándonos para ir a la escuela. Luego en la escuela, éramos otros tan diferentes a nuestros dobles que habíamos dejado trás el portón de la casa, sudorosos y sucios atisbando a travès de las rendijas, nuestro regreso. Allá en la escuela éramos los timoratos muchachos a los cuales el mundo empezaba a domesticar y a prohibirnos todo lo que incipientemente habíamos descubierto en nuestros juegos y sueños. En la escuela nos dimos cuenta, que el mundo era otro, no ese del barrio Bóer con su caballo con botas marcando el paso, con el barco de santo Domingo flotando en un mar de gente ebria, con diablitos y travestidos danzando al son de chicheros y marimbas. No, el mundo no era ese, sino otro: un mundo de cálculo tan frío como que dos más dos eran cuatro, tan frío y odiado por nosotros como esas mismas matemáticas causantes de los garrotazos o coyundazos en las piernas que nos aplicaba el maestrito "zorro", bautizado así por sus ex alumnos víctimas, quienes de vez en cuando pasaban por el portón de la escuelita gritándole -zoooorro, zoooorro!!!, o de los reglazos en las manos que nos regalaba la profesora de primeras letras, cara dulce de doña Rosita, por ser tan brutos para aprender y miones después del castigo. Todas las noches angustiado yo acudía en auxilio de la abuela, para hacer las tareas escolares, a las cuales no había prestado atención todo el día.

  Probablemente a partir de este período en que abruptamente trataban de amordazar nuestra libertad, impregnándonos de temores, es que opté por empezar a refugiarme en lo mas recóndito de mí mismo, huyendo de ese odiado mundo de escuelas. Tal vez a esto se deba mi mala costumbre de dejar siempre las cosas para más tarde; creo también, que por haberme refugiado tan adentro de mi ser, quedè amedrentado para enfrentar al mundo ya en la edad adulta. Al regresar de la escuela, recuperaba la seguridad que me brindaba el patio y los corredores de la casa y entonces me olvidaba de lo difícil que era todo más allá de las cuatro paredes de nuestro micro mundo.

   En el aposento de la abuela habían dos grandes roperos: uno largo color blanco hueso, de cuatro puertas y otro café oscuro de dos puertas. Estos roperos albergaban muchos recuerdos que mi abuela había estado guardando durante años, como tesoros de épocas lejanas. Todavía al sentir el olor a las pelotitas de naftalina que usaba para ahuyentar a las cucarachas, me revive aquellos deliciosos momentos, de escudriñar los roperos de la abuela. Allí estaban las viejas cajas vacías de puros habanos del abuelo, los libros de cuenta con una elegante caligrafía de esa que antes se acostumbraba. Tambièn habían fajos de cartas, pagarés y recibos. Allí gocé de mis primeras lecturas de poemas de Rubén Darío, en unos folletines, que ella celosamente guardaba. También allí languidecía el corsé de la abuela, el cual estrechó sensualmente en sus años de vanidosa juventud, la de por sí, ya anoréxica cintura. En estos roperos guardaba su álbum de fotos donde congelados quedaron algunos minutos de su lozana juventud, cuando su rostro ya poseía una melancólica belleza, como si presintiese en su juventud, los difíciles y tristes días que la vida adulta de esposa y madre le deparaban; en esa época ella llevaba su cabello color rubio, corto y peinado con las ondulaciones, cual olas del mar, producto del peinado-prensado de aquellos tiempos; el arco de sus cejas tristes, enmarcaban unos ojos cual dos gotas cristalinas de lluvia que temblorosas se aferraban al pétalo liliáceo de su rostro. Sus labios, lucían como el de una geisha occidental por efecto del carmín del lápiz labial en forma de corazón. En cambio, viendo el retrato de mi abuelo, de tez morena, amplia la frente, de carnosos y libidinosos labios, se podría deducir que poseía un carácter fuerte y ambicioso lo cual lo llevarían a tener éxito material.
Estos objetos-recuerdos de la abuela, testigos de épocas mejores ya idas, me hacían trascender ese momento de mi adolescencia. Era evidente que había habido tiempos mejores, que el abuelo y la abuela habían forjado producto de la tenacidad y las favorables circunstancias. Estos objetos- recuerdos se me figuraban cadáveres vivientes, resistiendo a desaparecer; para qué?, por qué?, quizás para enfrentar nuestra vanidad, recordándonos que todo se enrumba en un desvanecer nostálgico hacia la nada.

  Todo aquello permanecía en un limbo hasta en sus últimos recovecos, bastándome lo suficiente para recluirme en él por toda una vida, con aquellos recuerdos de la abuela, almacenados en sendos roperos olorosos a naftalina; con el retrato del bisabuelo y su elegante engominado bigote rubio, vigilante en la sala, sin despegarle la mirada azul a todo aquél que entrara y saliera de la casa; con el eterno ding-dong del reloj de péndulo, amenazante con sus agujas de taxidermista en su cruel actividad de disección; con aquél gorjeo de las palomas en el tejado, y con los diferentes olores exhalados por las lluvias de mayo. Lluvias que llevaban en su crepitar, gemidos y voces de antaño y que al final acababan inundando el desagüe, formándose una poza en el patio delantero, donde el tío abuelo, a quien llamábamos el bachiller, se bañaba creyendo en su delirio alcohólico que aquél charco de lodo, era la fuente de la eterna juventud.

  Mundo ese, que la abuela había sostenido ayudada por mi diligente y paciente madre y por sus plegarias a San José, desde que el abuelo fuera asesinado a causa del litigio de tierras, junto con uno de sus mozos en el tren que lo conducía de León a Managua. Corría el año de 1952, uno de los pitcheres de las grandes ligas del Boer de apellido Poveda originario de León, se encontró ese día en el tren con mi abuelo quien viajaba hacia Managua, después de un altercado entre los dos, el famoso pitcher cometería el crimen.. El asesinato del abuelo tenía que ver con litigios de la finca llamada "El toro pinto", cuyos linderos estaban en disputa por un "ojo de agua", con los terrenos de la familia Poveda. Tiempo después, por ese mi fastidioso y morboso afán de escudriñarlo todo, pude indagar en los viejos periódicos amarillos por el manoseo del tiempo, la versión que un periódico habría vertido, achacándole al abuelo, el haber insultado y amenazado de muerte con su pistola a su victimario, quien actuó bajo total defensa. Probablemente, otros de esa época tendrían otra versión del hecho.

  Esta pérdida sumió a la abuela en un eterno y profundo luto, lo cual daría inicio al descalabro de sus tres hijos, que ciegos de venganza y dolor, depilfarraron la vasta herencia del abuelo. La muerte del abuelo fue el inicio del declive económico de la familia, acabando todo como había comenzado. Siempre me ha inquietado como el azar, en el juego de la vida nos puede tratar como fichas de dominó que estando de pie, cerca unas de otras, al caer tan sólo una puede hacer caer a todas. Me pregunto, de no haber muerto el abuelo, que diferente el destino de la familia hubiese sido.  Así pasaron los días y las noches para la abuela, como cuentas negras de su rosario, hasta que llegó con el correr de las hojas del calendario, la noche del 22 de diciembre del año 1972; en la sala parpadeaban las lucecitas de nuestro árbol de navidad, que habíamos hecho con una rama seca del árbol de mamón, la cual habíamos envuelto con algodón. La noche estaba tan quieta, que no se movía ni la hoja de un árbol, y en esa quietud adormecente, nos fuimos cada quien a sus respectivos aposentos. Hacía más de un año que yo no dormía más con la abuela, noches en las que susurrante, ella me preguntaba si yo escuchaba los pasos del abuelo andando por el corredor, más yo con la respiración sofocada y los ojos peladotes sólo alcanzaba a ver, las siluetas agigantadas de las imágenes de santos que se encontraban en la cómoda de la abuela y que las veladoras arrojaban sobre la pared, en medio de un gran silencio sólo interrumpido de vez en cuando por el cri-cri de un grillo.

De pronto en un abrir y cerrar de ojos, la tierra se sacudió tan violentamente, que en segundos todo era escombros y lamentos. El polvo asfixiante y la oscuridad no dejaban ver la magnitud del desastre. Caminé sonámbulo entre los escombros sin sentir los clavos que pisaba, cuando unos desgarradores quejidos que brotaban debajo de la tierra me hizo reaccionar, y tratando de escarbar infructuosamente en el lugar por donde provenían, sólo conseguía hacer trizas mis uñas. No había terminado de desenterrar a Carmen, sobrina de mi abuela, causante de aquellos ahogados gritos de auxilio, cuando a unas pocas varas de mí, una cabeza surgía del suelo. Era mi hermano Daniel que, atrapado del cuello hasta los pies luchaba por iberarse de los escombros que le sepultaban en vida. En la oscuridad apareció Eduardo, mi hermano mayor, quien entre llantos y gritos desesperados llamaba y buscaba a la abuela.

  Mientras tanto la tierra seguía estremeciéndose, rematando así con su labor destructora las ruinas que todavía se sostenían en pie. Junto al pavoroso estruendo de las paredes y techos cediendo al mortal cataclismo, se escuchaban voces a lo lejos, gritos de los vecinos que llamaban desde la calle en busca de algún sobreviviente. Todo esto transcurría en segundos, pero debido al terror ocasionado, se sentía como toda una eternidad!. Cuando llegué hasta el fondo del patio de lo que fuera la casa, me encontré a mi madre y a mis pequeñas hermanas con sus ojos desorbitados, sus cabellos hechos greñas, las tres levitando aferradas entre sí, de rodillas, entre nubes de asfixiante y oscuro polvo, repitiendo hasta el cansancio las letanías de mi madre -más fuerte que vienes, más fuerte es mi dios, la santísima trinidad nos libre de vos!; letanías que al escucharlas aumentaba el horror del momento en lugar de atenuarlo. Fue entonces que empecé a sentir el dolor de las llagas en los pies, los golpes recibidos en la cabeza y en todo el cuerpo, el terror se apoderó de mi, haciéndome temblar sin control. Desde el fondo del patio pude percatarme que todos los aposentos se habían desplomado. De lo que fuera mi refugio desde niño, sólo quedaban escombros, del taquezal de las paredes, palos y polvo, como una gran sepultura que guardaría junto con los recuerdos de mi niñez, todos los recuerdos vivientes de la abuela que, habiéndo resistido a morir en otra época, hoy sucumbían y enterrados permanecerían allí en el olvido, hasta llegar con el tiempo a ser otros fósiles más del subsuelo, si acaso los saqueadores no profanasen antes su sepultura.

  Después de angustiosa búsqueda de mi abuela, al fín mi hermano ubicó donde quedaba su cama y al oír gemidos que provenían de abajo de los escombros, se puso a escarbar desesperado, logrando desenterrar a la abuela que ya no respiraba pero abrazaba protegiendo a la nieta, la de los gritos desesperados, con la cual dormía en su cama esa noche. Mi abuela vestida escasamente con la raída seda de su bata de dormir, etérea como un ángel caído, fue desenterrada por mi hermano, de las ruinas de lo que fuera su aposento. En medio del dolor y el llanto yo me preguntaba donde se había metido San José esa noche, quien la salvaría de una muerte repentina, según ella. Cuando mi hermano la cargaba, entre las ruinas de la antesala, pudo observar que el reloj de péndulo, al cual dí cuerda muchas veces, todavía colgando de la pared derruida de la sala, se había detenido marcando las 12:30 de la madrugada.

  Por la mañana nos encontrábamos todos reunidos en un gran terreno de la Machinery Company, la cual estaba ubicada frente a lo que había sido nuestra casa. El alto muro verde de dicha compañía se había desplomado,permitiéndonos pernoctar allí, mientras los continuos temblores seguían sacudiendo la tierra y rematando las paredes o casas que estaban por colapsar.  A lo lejos las llamas de un devastador incendio, consumía lo que había sido el viejo mercado San Vicente, mientras en las escombros de las calles empezaban a colocarse los cadáveres que lograban rescatarse. Llantos, gritos, rezos y blasfemias se combinaban en aquella eterna noche de espanto y dolor. Desde el predio de la Machinery Company, aturdido contemplaba la fachada de nuestra casa, la cual todavía en pie, poseía la imagen de cálida morada que había sido y no de de la mortal trampa en que se había convertido de la noche a la mañana.

A diferencia de muchos cadáveres sepultados en fosa común, mi abuela sería enterrada en el cementerio general, consiguiéndose el ataúd pistola en mano por uno de mis tíos, ante un usurero que trataba de aprovecharse de la tragedia. El mismo tío renegaba y maldecía a dios, sacando del féretro una y otra vez la imagen de San José, que la familia había dispuesto acompañara a la abuela a su última morada. Familiares llegaban desde diferentes puntos de la la capital y se aferraban, entre gritos y llantos al cadáver de la abuela, en cuyo rostro, indiferente ante tanto dolor suyo y al de los demás, empezaba a dibujarse una sarcástica sonrisa, debido al rictus de la muerte, tal pareciera que estuviera sonriendo al contemplar aquel nuestro lloriqueo innecesario y sin sentido, pues ella ya había escapado de la tragicomedia de la vida, mientras nosotros atrapados continuábamos cual atribuladas marionetas de torpes movimientos, con el miedo de correr su misma suerte. De lejos, lloroso e incrédulo yo contemplaba el rígido cadáver de quien había sido mi abuela Margarita. Incapaz de acercarme y abrazarla me mantenía distante, atónito ante la burlesca sonrisa que la muerte desdibujaba en su pálido rostro.

  Durante muchas noches consecutivas, ella habitaría en mis sueños, así de normal, como si nada hubiese cambiado en nuestras rutinarias vidas. En mí siempre rondaba la inquietante duda, de que la abuela había sufrido uno de sus ataques catalépticos, existiendo la aterradora posibilidad de haber sido enterrada viva, por segunda vez, despuès de que su misma casa la sepultara al colapsar con el cataclismo. La burlona muerte me arrebataba así, al ser que al darme tanto mimo, había creado dependencia con su protección, ternura y la sensibilidad romántica e introspectiva que impregnó mi carácter.

  El desolador terremoto desmoronó el centro de la vieja Managua dejando un saldo más o menos de diez mil muertos. Antes del mediodía, filas interminables de automóviles, en un triste éxodo, abandonaban la capital. Mientras mis hermanos y yo nos uníamos a esa largas filas, desde la ventana del vehículo en que nos llevaban, veíamos a lo lejos, compungidos y llorosos, como la abuela era llevada al cementerio.

  De nuevo, la noche había caído y su oscuridad silenciosa devoraba las ruinas de la vieja casa. La antesala y la sala cuyas paredes no habían colapsado totalmente, tenían esa desolación y silencio donde todo insignificante ruido resonaba adquiriendo vida propia; de pronto el ruido de alguna teja o muro terminando de caer, reproducía cual eco nuestros gritos como cuando jugábamos en el fondo del patio. La ramas del gran árbol de mamón eran sacudidas por un viento frío y llorón, desprendiéndole lágrimas verdes que el mismo enjugaba. Todo signo de vida había cesado.

  En la actualidad el reloj de la abuela sigue con su eterno ding-dong, en la ciudad de San Francisco de California, contando los minutos de otros destinos ajenos totalmente a la intensa historia que guarda, de aquella vida que palpitaba al ritmo de su péndulo cuando en la casa de la abuela contaba los segundos de nuestras seguras existencias. Sus actuales dueños vagamente conocen aquel nuestro drama del cual dicho reloj es testigo; tan distante ya, de aquella casa del barrio Bóer de la vieja Managua, tan distante de aquellos días en que a petición de la abuela, yo me subía a la silla de junco para darle cuerda.

  Los espectros que pululan en el desvanecido paisaje de mi memoria, van adquiriendo tonos cada vez más dorados junto a la abuela que deambula insistentemente en mis sueños, envuelta en su bata de dormir, tan viva como en aquellos días en que recorría los corredores de aquella su casa del barrio Bóer en la vieja Managua.

Otto Aguilar.
(1988 - 2008)

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