Tuesday, September 25, 2018

Mundos de pupilas insomnes.


  

  Tras parpados cerrados, mis pupilas se mueven lentamente en el recinto oscuro de mi ser, escudriñan en las secuencias de escenas hilvanadas sin orden y lógica alguna, actos que aparentan ser mi pasado; allí muchas existencias pululan perdidas en los recovecos y corredores de mi memoria. A lo lejos, las voces y sonidos del mundo exterior llegan con sus rutinarios ecos sordos, dejándome una vaga sensación de pertenecer irremediablemente allá afuera de mí mismo, al mundo de los mortales.
   
  Mis dilatadas pupilas, obsesivas siguen escrutando mi interior y, de súbito se detienen y me veo a mí mismo atrapado en un atardecer rojizo que recorta en lontanaza una hilera de pinos, quizás Jalapa?, quizás los años 80's? quizás el combate y despuès la muerte sembrando entre esos pinos, antorchas de rojo quemado, quemando cadáveres, quemando montañas. Rojo quemado que quemó toda utopía y todavia hoy quema mis sueños; no!, no otra vez!; al girar mis pupilas como huyendo de terrorífica imagen, el movimiento arrastra intermitentes secuencias que se traslapan y la escena se deshilacha cual pintura de rápidos efectos de goteo multicolores de una pintura ebria de Jackson Pollok. De pronto mis pupilas se detienen, al reconocer un rostro que intermitente emerge de ese pictórico goteo rojo, anaranjado, amarillo y blanco sobre el lienzo negro y fatal de la noche. Me detengo y le contemplo compungido, sí, es èl!, aquel efebo seductor eternamente joven!. Su cabellera ensortijada con la cinta que sujetaba sus bucles a su nívea frente, muestra un lado chamuscado por el fuego; sus ojos bien abiertos al vacío, como incrèdulos contemplan el último momento...  un hilo de púrpura sangre brota de la comisura del dibujo fino y sensual de sus labios, que desdibujan una congelada mueca de indolencia; gesto de labios entreabiertos que todavía dejan escapar el último gemido...  gemido doloroso de una santa Teresa de Jesús de Bernini, levitando de amor apasionado y cruel, de amorcillo que clava su flecha...  último gesto de alma liberada, sedienta de eternidad, escapando de la carne que encarcela y tienta.
   
  El gemido se ahoga entre el murmullo de un río y unas lejanas voces; creo es el río Coco, arabesco plateado que raudo serpentea entre oliváceas y sarrosas riberas, como corren los ríos caudalosos entre las vaporosas selvas en las pinturas de Armando Morales. Recónditas selvas donde el turquesa-ocre estalla entre el olivo sarroso de una quietud hierática. Las intrincadas y pequeñas pinceladas se alternan al efecto del raspado de la cuchilla que hiere y penetra muchas capas de un tumultuoso pasado. Las voces, quizás aquellas voces de jóvenes soldados chapoteando con sus desnudos de bronce?, y las bromas!, las jocosas bromas que mencionan atributos sexuales, que van desde el más dotado sexualmente cual brioso garañón, hasta el que esconde tímido las "verguenzas" bajo las cristalinas aguas. Allí el machismo ingenuo y cruel alardea y coquetea, suscitando celos, envidias en unos, mientras en otros admiración y hasta escondidas y prohibidas atracciones. Pero la camaradería soldadesca del rubio Whitman, en la soledad de hombres sin mujeres, busca el desahogo en los más atrevidos, en esos donde el amor de Lorca repartió coronas de espinas. Y entre esos soldados del río Coco, recuerdo haber visto chapotear cual niño lúdico a más de algún Caravaggio de temple aguerrido y peligroso; fornido y de rudo entrecejo, al cinto la daga, misma que empuñara con la mano virtuosa con la cual su pincel de pintor degollaba, haciendo saltar del cuello de Holofornes, borbotones de púrpura sangre sobre los blancos platinados lechos de Judith; era la misma mano concupiscente que igual que procuraba placer prohibido, tambièn podía cortar viriles gargantas.
   
  La garganta se me hace un nudo y, ya las lejanas voces del juego de los soldados, ahora suenan a concierto de grillos con pausas de un suave murmullo que se lleva el somnoliento río Coco. Allí estoy de nuevo, atrapado en una fría noche de postas como tantas, noche de luna en centro, noches de oscura soledad donde divagaba y atenazaba el recuerdo nostálgico de mi niñez en la vieja Managua ya extinta. Rutinaria vida de provinciana ciudad que se vuelve tentadora cuando lejos en el tiempo y en el espacio se le añora!... cuando resonaban cual ecos añejos los ensordecedores claxons de buses, que del mercado Boer partían a los departamentos y, las magnetofónicas voces de las baratas anunciando el último producto infaltable en el hogar, así como el reciente fallecimiento de algún vecino el cual posiblemente había dejado a sus deudos más deudas de herencia que otra cosa. Tambièn allí estaba aquel tejado de la casa, en donde como empinados observatorios de niño travieso, escrutaba con mis hemanos el resto de tejados. Desde allí, acostados y embobados contemplábamos ese inmenso ocèano del cielo, donde animales míticos y algodonosos aparecían y desaparecían magicamente en el infinito azul de la nada. En ese mismo cielo, el revoloteo de palomas de castillas, que anidaban en los aleros de esos tejados, se elevaban más alto que las plegarias que como penitencia me imponía el padre Estanislao de la igesia de San Josè, ante mis confesadas concupiscencias, producto del complicado despertar lúdrico y alborotado de mis hormonas. A esas mismas palomas que anidaban en los aleros de nuestros tejados, me encantaba escucharles ese chismorreo mañanero del tucutú-tucutú que de niño pretendía yo imitar y entender como puro chismorreo entre ellas; chismes de secretos de alcobas que lograbran escuchar desde aquellos tejados.
   
  A esos tejados de barro color siena tostada lamidos del verde aletargado minuto, al igual que a las viejas y altas paredes de la casa, yo les envidiaba en mi ingenua niñez, esa virtud de ser testigos eternos ante el paso rutinario e inexorable de nuestros días, ante el nacimiento de la prole numerosa y ante las primeras muertes que la vieja casa de la abuela, como fantasmas, luego empezaba a albergar. Muertes trágicas, como la del del abuelo Humberto, asesinado por el pitcher de las grandes ligas del Boer, en la estación del tren de León a Managua.  El fantasma del abuelo, despuès seguiría habitando cual espectro noctámbulo por los corredores de la casa y, en medio de la noche la abuela susurraría a mis oídos: - escuchás los pasos?, son los pasos de tu abuelo!.
   
  Y con un miedo glacial en el estómago, provocado por los pasos que del fantasma del abuelo escuchaba la abuela, espantado salí corriendo para de allí saltar al árbol de Jocote y en un santiamèn, trepar al filo del muro que separaba la casa para caminar cual expertos funambulista. Y mientras camino equilibrando en lo alto del muro, èste se alarga y en otro santiamèn de nuevo caigo en la loma de Macaralí, Jalapa, donde ahora voy arrastrándome en el suelo en medio de las balas del combate con la contrarrevolución, que suenan secas al caer en la tierra, peligrosamente cerca de mí. Una de la balas impacta al soldado que tambièn se arrastra y al cual yo le sigo, provocándole un gran hueco en su pectoral izquierdo. Aterrorizado sintiendo que ya tenemos a los contrarrevolucionarios como fatales funambulistas saltando sobre nosotros, quito su camisa y trato infructuosamente de detener los borbotones de sangre que se escapan de la herida, lo cargo en mis hombros y empiezo a correr, el grita mordido por el dolor, pidièndome le deje mejor allí mismo porque ya no soportaba más, pero le grito que no!, que no se los dejaría ni muerto a los contras. Corrorriendo y cargando al herido sigo, como alma que lleva el diablo y, he allí que otro soldado viene en nuestro auxilio y me ayudan con el herido. El "grito"de Munch que escapa dolorosamente de las entrañas del soldado herido, se extiende en revolutas rojas y moradas en el cielo gris tormentoso de aquella terrible y fría mañana, ese grito que todavía como eco resuena en esas montañas de Macaralí y el viento lo arrastra a travès de los pino,  quizás hasta algún oído de campesino que en las laderas de dicha montaña corta leña en una mañana fría y gris como aquella y, al escuchar el grito sin perturbarse lo achaca a los monos, ignorando que en esa misma colina años atrás, aquellos soldados jóvenes y románticos que fuimos, nos habíamos trenzado en combates mortales contra otros soldados funambulistas que tambièn gritaban de dolor y rabia y morían como nosotros. 
   
  En ese corredor de mis recuerdos, mis pupilas siguen escudriñando, y a veces en la esquina al doblar un recoveco creen reconocer a alguien a quien creían muerto, afanosas le siguen, pero el espectro corre más de prisa por el corredor oscuro y en brinco de saltimbanqui se pierde en el momento en que mi cuerpo se sacude como al caer de lo alto y, mis párpados entonces se abren, en el instante en que mis pupilas insomnes creen reconocer cara a cara, el súbito regreso de mi bagabunda y sonámbula alma.

Otto Aguilar.
Berkeley, May 2013
Imagen: Serie Inquisiciones- Acrílico, collage/papel.