Thursday, January 28, 2021

Embrujos del Prinzapolka.

  

  Sobre las aguas del río Prinzapolka un cayuco silencioso se desliza llevando a un brigadista de rescate histórico y a don Marcelino, su guía. Don Marcelino, misquito originario de la comunidad de Alamikamba en esa zona de la Costa Atlántica abandonada de la civilización, de la dictadura de los Somozas y de toda gracia divina, fue un colaborador de la lucha contra la dictadura somocista. Una de las historias a rescatar era la de Marcelino. 

   Quien le hubiera dicho a Alberto, el brigadista, que años despuès de que buscara en una manifestación universitaria en los años 70's en Mangua, un balazo para acabar con el infierno interior que le quemaba, le llevaría en lugar de ir a parar a la  tumba, a esos recónditos parajes de su tierra?, los cuales ni siquiera imaginaba que existieran. Su infierno interior hizo una pausa al tomar conciencia de la existencia de otros infiernos más crueles que el suyo y, fue así que se involucró en aquella odisea de construir un mundo más justo. Su innato escepticismo siempre ponía en duda esa utopía, que el soportaba con su romanticismo juvenil. Era como querer creer que dios existiera en medio de aquel mundo plagado de injusticias, a sabiendas que para èl, un ateo emperdernido, aquello era imposible. Pero allí iba, luchando contra su escepticismo, recabando aquellas pequeñas historias de la lucha contra la dictadura somocista, grabándolas en su casetera antes que ese mismo río del tiempo se las llevara.

  En su trayecto sobre el río Prinzapolka, otro cayuco en sentido contrario en el que iban, se cruza; desde ese cayuco, una mujer con un cabello hirsuto y abundante como un nido de águila, clava sus ojos en don Marcelino, el cual tambièn se le queda viendo con inquieta mirada, atento a cualquier movimiento de la misteriosa mujer. El cayuco siguió su destino.

  La ribera del río Prinzapolka, era el ribete de una selva verde esmeralda con altos árboles entre los que sobresalían cocoteros; de vez en cuando surgían chozas y junto a ellas en alguna faena agrícola, sus habitantes curiosos se detenían y se quedaban viendo aquel cayuco con el brigadista y don Marcelino. Niños panzones y desnudos se bañaban en la orilla del río cerca de sus chozas, perros flacos ladraban a los furtivos viajeros del cayuco.

  Eran los años de inicio de aquella revolución sandinista; una campaña de alfabetización se llevaba a cabo por todo el país y, hasta ese recóndito lugar había llegado aquel brigadista a recolectar esas pequeñas anècdotas que en la Costa Atlántica, tejieron la historia de lucha contra la dictadura de los Somozas. La historia de colaboradores como don Marcelino, era la que aquel brigadista había llegado a grabar hasta esos lejanos parajes, sin embargo, otra historia que surgió ese día con aquella mujer en un cayuco sobre el caudaloso Prinzapola, es la que atraparía su atención. Era una historia de brujería que nada tenía que ver con revoluciones, a pesar de que esa revolución nicaraguense pareciera tambièn cosa de brujerías. Era una de esas extrañas pequeñas historias, ya parte de la tradición, mitos y leyendas de ese pueblo misquito, superticioso y abandonado a su suerte por muchos años. Alberto ya había escuchado algunos de esos mitos, los cuales èl achacaba a pura superstición, a pura ignorancia del pueblo misquito. Pero èl nunca esperaba que alguien como don Marcelino, un revolucionario, creería en toda esas idiotadas, pensaba. Era una historia dificil de digerir, como otras historias similares que èl había escuchado en su recorrido por las diversas comunidades misquitas ubicadas en las riberas del río Prinzapolka..

  Cuando aquel cayuco se llevó a la mujer por las aguas caudalosas del río, don Marcelino soltó su cuento ante el  escèptico rostro del brigadista, su interlocutor. Esa desgreñada mujer, hacía ya unos años fue obligada por èl mismo Marcelino, a deshacer un maleficio que èsta había hecho a su hija en una noche de luna llena. Fue en una de esas noches, cuando la luna dibujaba con trazos de tiza blanca sobre la pizarra negra de la noche, caprichosos espectros aferrados y azotados por el viento en las ramas de los árboles; espectros que luego aparecían flotando en el Prinzapolka, junto a animales ahogados que el río se llevaba en las crecidas de los crueles inviernos. La embrujada hija de don Marcelino, pagaba con su agraciada figura aquel diabólico hechizo que le hacía retorcerse en su canapè aquella noche, como poseída por algún demonio. Sus gritos provocaban el aullido de los perros que erizaba la piel a cualquier alma!. (Primera parte)

Otto Aguilar.

Pintura : "Morena" - óleo sobre tela - 16 x 20" - 1993