Friday, January 2, 2009

Las fauces de la patria.

Porque son muchos los poetas que antaño han muerto…
poco sabemos de ellos, que fueron jóvenes
y hollaron con sus pies esta tierra…

CMR


  Había llegado a Jinotega a causa de esa inesperada y terrible llamada telefónica, hecha desde el hospital militar de Apanás. En Jinotega, la suave caricia de la brisa matutina, las montañas cubiertas de una diversa gama de colores verde-ocres que era atenuada por breves instantes, por una bruma algodonosa, me elevaban a un estado de serena contemplación. Entonces por un momento olvidaba las muertes de los compañeros de combate, las tragedias vividas en esos bellos parajes convertidos por la guerra en verdaderos infiernos.

  El hospital de Apanás, donde ahora me encontraba, estaba a unos escasos kilómetros de Jinotega. Sus salas albergaban todo tipo de convalecientes, mutilados, quemados, charneleados, despojos humanos de una cruel guerra de eterno retorno histórico, donde como en repetidas ocasiones, el imperio gringo había metido su hocico y sus garras. Aquellos desdichados despertaban en mí, compasión, dolor, y rencor por el sufrimiento de sus lacerados o amputados cuerpos, bellos efebos, ofrendados a la patria, por sus caciques en turno, de penacho rojinegro.

  Uno de aquellos convalecientes por el cual yo había llegado, atendiendo aquella inusitada llamada del hospital, era mi hermano Daniel. Esa llamada que marcaría dolorosamente a nuestra familia, era para avisarnos que èl estaba internado en estado muy delicado, en la sala de cuidados intensivos. Postrado en su cama estaba, completamente desnudo y amarrado a la vida por unas sondas. De su costado izquierdo brotaba una sonda de negra sangre, de sus fosas nasales otras sondas, de su pene otra sonda. Del pecho hasta el vientre le recorría un gran costurón con puntadas, que evidenciaban la cruel y compleja cirugía a que había sido sometido. En la sala flotaba el típico olor de hospital, mezclado con fétido olor de fluidos excretados por los convalecientes. Cada mañana se nos permitía visitarle sólo por cinco minutos. Cinco minutos eternos como la muerte y efímeros como la vida. En su convalescencia nunca perdió la conciencia, como esperando con los ojos bien abiertos, ese terrible momento de enfrentarse a la muerte. Ese inevitable final, que èl quería apresurar, por lo cual más de una vez lo encontré amarrado de sus brazos a la cama para evitar sus intentos suicidas.

  Mi hermano Daniel!, con quien había compartido juegos de niños; el mismo que escapara de morir atrapado, entre los escombros de lo que fuera nuestra casa del barrio Bóer de aquella Managua del terremoto de 1972. Mi hermano!, con el que compartiera la pobreza en que nos había dejado ese terremoto, pobreza que lo llevarían a comprometerse a sus 16 años en la lucha final contra la dictadura de Somoza, en esa misma guerra de la cual, a pesar de los riesgos corridos, había salido ileso. Luego siendo oficial del ejercito, recorrería diferentes regiones en el interior del país, en aquella lucha fraticida, manipulada desde el imperio.

  Los doctores cubanos que le atendían, ya nos habían explicado de la gravedad de su estado de salud, las esperanzas de recuperación eran mínimas. Dentro de mi escepticismo por los milagros, y viendo el dolor de mi hermano, yo era partidario de la aplicación de la eutanasia. Mantenerle vivo era, sólo prolongar su cruel tortura. Pero mi madre se aferraba a sus oraciones, con la fe de que dios le haría el milagro tan implorado. Mientras mi padre ingería una gran cantidad de tranquilizantes, que le ponían en un estado de delirio. Su mente se poblaba de todos sus familiares muertos, y al conversar con ellos les imploraba que intercedieran por su hijo ante el grandísimo.

  Habían transcurrido veintidós días y mi hermano seguía amarrado a la vida por medio de las sondas que brotaban de su cuerpo. En una de mis visitas de cinco minutos, me pidió le llevara alguna agua de colonia, pues no quería sentir el fétido olor que ya desprendían sus crueles heridas. Su delicado estado y su increíble fortaleza, tenían a gran parte del personal de la sala de cuidados intensivos, pendiente de èl.

  A las once y media de la noche, despuès de esos veintidos días, mientras esperábamos afuera de la sala donde se encontraba mi hermano, salió una de la enfermeras que le atendía, y pidió que uno de nosotros pasara, porque Daniel estaba entrando en agonía. La noticia, aunque esperada nos dejó a todos inmovilizados, y sólo nuestra madre tuvo el valor para verle en sus últimos momentos y despedirse de èl. Minutos después, a pesar que mi madre les rogaba que le dejasen con èl, la habían sacado a toda prisa de la sala, pues trataban de aplicar choques eléctricos a Daniel, por los ataques al corazón que le habían sobrevenido consecutivamente.

  Al reunirse mi madre con nosotros, entre lágrimas y sollozos nos dijo - recemos que mi hijo está muriendo.  Mis peticiones al dios que en mi adolescencia, había dejado olvidado en aquella iglesia de san José, me habían puesto otra vez en una intensa lucha interna, durante esos difíciles veintidós días. Al oír las peticiones de mi madre y sin compadecerme de su dolor, mucho menos de su fè en un dios sordo, empecé a gritar insultos a ese dios que nunca nos había escuchado, al cual nunca había yo encontrado por ningún lado. Desconsoladamente me fuí a un apartado y oscuro lugar del hospital, para llorar como un niño. Lloraba por todo lo que el había sufrido. Lloraba no sólo por su útima lucha contra la muerte, acabada de librar hacía unos minutos, sino que también por su lucha en medio de tantas muertes por una revolución en la que yo ya había dejado de creer, igual que había dejado de creer desde niño en aquel indiferente dios. Para hacer más insoportable el dolor por su muerte, mis remordimientos afloraban como mis lágrimas, sintiéndome culpable por no haber hecho quizás lo suficiente, para convencerle de que el necesitaba tratamiento a sus sicosis de guerra. Después de la guerra final contra Somoza y de un año y medio de entrenamiento en Cuba, rápidamente había pasado a formar parte de los oficiales jóvenes que enfrentarían el inicio de los ataques contrarrevolucionarios, en lo más recóndito de las montañas nicaragüenses. A partir de ese tiempo, el permanecería movilizado en esas montañas, que supieron de sus soledades, de su frío, de sus nostalgias, de su cansancio y porquè no decirlo tambièn, a pesar de su coraje en el combate, de su miedo a la muerte!.

En 1986 yo había regresado de Moscú, mis ideales revolucionarios ya no compartían con los de mi hermano su fe inquebrantable en la revolución sandinista. Siempre ante cualquier argumento mío, el anteponía la pobreza de toda aquella gente, que día a día encontraba en esos recónditos e inhóspitos parajes olvidados de toda gracia divina. Por ellos èl trataba de seguir creyendo en la revolución, me decía que la revolución estaba allí con los más miserables, y no con los oportunistas que evadían la muerte, a la cual èl por defender a esos pobres, se exponía a diario junto a su tropa. Una tarde, estando èl de pase en Managua, al calor de unos tragos, tuvimos una tensa conversación  por mis críticas al proceso revolucionario. Allí pude darme cuenta, que su diaria exposición a la muerte, en cada combate, habían dejado ya su cruel marca en su joven alma y un tic nervioso en su mano derecha que imitaba el gesto de accionar repetidas veces el gatillo de algún arma. Tratè infructuosamente de convencerle que pidiera un traslado, incluso fuí hasta Matagalpa para hablar con sus superiores. Después de ese frustrado intento, como a los dos meses, recibiríamos aquella fatal llamada desde el hospital, donde ahora el fallecía.

A las cuatro de la madrugada nos entregaron su cadáver, después de prepararle y vestirle con su uniforme de camuflaje. Antonio, un soldado del servicio militar, el cual había mostrado su solidaridad en nuestro dolor, nos entregó la boleta de defunción con el diagnóstico final de Shock séptico.

De madrugada junto con mis padres y mi hermano Jorge, iniciamos el penoso regreso de Jinotega a Managua, en un camión de carga, donde en la parte de atrás venía el féretro de Daniel. Luego de la vela, donde el ron no hizo falta, a la mañana siguiente partimos al cementerio.

En el cementerio periférico de Managua, la Patria ataviada con fúnebres ramos, habría una vez más su fauces, en medio de una intermitente lluvia. Y a lo lejos, desde sus cómodos y seguros nichos, los caciques de penacho rojinegro, preparaban más efebos como ofrendas al dios de la guerra.

Otto Aguilar

(Dibujo de Daniel Aguilar hecho meses antes de su muerte en 1986- sanguina sobre papel, 1986)


2 comments:

Unknown said...

Impactante tu relato Otto. Lamento mucho la muerte de tu hermano Daniel, talvez sólo un poco menor que mi primo Daniel Arias Porras (El Chele) también caido en un helicóptero, mi primo Neri, su hermano, perdió una pierna, hay mucho que reflexionar Otto, debemos buscar una enseñanza de todo esto para que el sacrificio de tantos jóvenes no haya sido en vano.
Un abrazo.
Iván Porras Calderón.

Unknown said...

Mi siempre querido Otto te abrazo..sin palabras y seguimos....