Sunday, February 7, 2016

No subirse ni acostarse en las tumbas.




 "Todos nosotros estamos condenados, de cualquier manera,
esperando en el corredor de la muerte, como testigos de la ejecución
de nuestros seres queridos" - Victor Brombet

  "No subirse ni acostarse en tumbas y bancas", advierte un rótulo cerca de la lápida donde una mujer de mármol, hincada todavía llora a su muerto, en el viejo cementerio de San Pedro en Managua.  El muro que  bordea al cementerio, encapsula restos de una època ya disecada de la vieja ciudad destruida por el terremoto.  En la paz de los sepulcros de este cementerio, cèlebres personajes como un ex presidente y gente rica del siglo color sepia-acartonado, son testiguos mudos de las traiciones del ayer y de hoy.  Más allá de estas lápidas de cristos cotos, de ángeles descabezados o sin alas, Managua a travès de los años ha muerto, resucitado y multiplicado una y otra vez.

  Un anónimo visitante que deambulaba entre las tumbas de ese viejo cementerio, se detiene frente a una que lo atrae por su suntuosidad; el epitafio de esa tumba es dedicado al expresidente Jose Santos Zelaya a quien los Estados Unidos derrocó con aquella nota Knox, con amenazas de invasión y ejecución; debido a eso Zelaya renuncia y abandona el país en 1909, quedando los marines en Nicaragua hasta 1933.  Un año despuès de que los gringos se retiran, no muy lejos de este cementerio, es ejecutado a traición junto con tres de sus generales, el general Sandino, el cual se había enfrentado con "su pequeño ejèrcito loco" a esa invasión norteamericana. El sitio exacto del asesinato por órdenes de Somoza, quien sería compensado con la presidencia, es desconocido. Incontables las veces en que el transeúnte ha transitado por ese exacto y desconocido lugar de la ejecución.  Lejanos ya los años de esa cruel traición, como un maldito palimsesto de traiciones repetitivas en la historia nicaragüense, el visitante anónimo en su recorrido se detiene en el lugar donde según el libro "El hombre del caribe", de Abelardo Cuadra, sucedió el hecho, el cual narra así:
"Los generales muertos estaban en el campo de aterrizaje, Sandino, Umanzor y Estrada yacían a unos tres metros en la parte oriental del hospital Zacarías Guerra, que está desabilitado. Sócrates yacía boca arriba. Sólo Sandino tenía el rostro todo lleno de sangre. A pesar de que eran las 2:15 de la mañana del día 22 de Febrero, había ya algunas moscas sobre los cadáveres. . Yo contemplè a los generales abatidos y pensè: los van a enterrar en una fosa cualquiera sin ataúd, ni siqueira una cruz con un nombre mal escrito y la fecha de su muerte les pondrán sobre sus tumbas."

  Despuès de muchos años de haber abandonado el país, nuestro visitante, del cual no sabemos nada, levitando iba entre efluvios de un pasado siempre presente sobre la vieja ciudad insepulta, a la cual había regresado en búsqueda de las piezas perdidas de su rompecabezas familiar. La vejez le otorgaba la calma requerida para el frío análisis de lo sucedido hace varias dècadas. Su complicado pasado estaba enterrado y confuso en su mala memoria, contra la cual siempre luchó tratando de llevar un diario donde intermitente disecaba lo vivido, visto y escuchado; años despuès volvía a leer con asombro e incredulidad de haber vivido y haber escrito aquello. Su memoria había reducido ese pasado a un esquema simple de: antes y despuès del terremoto, antes y despuès de la guerra; dos  azarosos capítulos escritos entre galope y trote, por un destino demiurgo, caprichoso y burlón, del cual èl concluía haber sido simplemente una más de las marionetas paraplèjicas de la historia.

  Luego siguió su caminata aventurándose por  el viejo barrio donde había nacido y donde casi muere enterrado, como había sucedido con su abuela paterna en el terremoto de 1972.  El cementerio de San Pedro, donde había inicado su recorrido, quedaba cerca donde había sido su casa en el viejo barrio Boer. Desde ese cementerio caminó sobre la calle 11 de Julio, calle que conservaba el viejo asfalto y, por donde desfilara en cada aniversario de la muerte del dictador, la academia militar con el caballo negro de Somoza. Mientras caminaba por dicha calle recordaba que cuando era chavalo, corría desde su casa junto a sus hermanos al escuchar las notas de la banda de guerra, hacia la esquina de la interseción de dicha calle con la que llevaba a su casa y, allí contemplaba aquel desfile admirando con ojos de chavalo baboso, el brioso e imponente caballo negro que trotaba como orgulloso todavía de llevar a horcajadas a su jinete, del cual sólo llevaba las botas altas y bien bruñidas del dictador, que era lo que había quedado de èl despuès de que el poeta Rigoberto López en 1956 le dejara ir todas las balas de su revolver Smith and Wesson, en una acción suicida.  Recordaba tambièn, que èl había actuado de Rigoberto en un sociodrama de la universidad y por ello le llamaban Rigoberto.  Años despuès èl sabría el secreto que Rigoberto se llevara a su tumba, un secreto que los igualaría como en una suerte de demiurga acción del destino.

  Como punto de referencia para ubicar la calle donde quedaba su casa, identificó una caja de cables elèctricos, que aún quedaba justo en la esquina de la cera donde estaba la Machinery company,  compañía que ocupaba casi una cuadra frente a su vivienda.  Refugiado con su familia, al día siguiente del terremoto en los predios de esa compañía, recuerda compungido, haber contemplado aterrorizado lo que quedaba de la casa, recuerda los escombros del resto de casas y los cadáveres  rescatados que iban colocándose por los familiares, en la calle. Aquello parecía una escena de alguna película de la segunda guerra mundial. Avanzando en medio de la calle, se detuvó frente al predio donde quedaba la casa, un anuncio "Se vende este terreno", identifica el lugar, donde ahora se encontraba una pequeña fábrica de ladrillos.  Alli estaba la vieja acera que probabalemente guarda las pisadas en su ir y venir de muchacho tímido, allí reconoció el viejo árbol de mamón desde el cual encaramado en sus altas y fornidas ramas, contemplaba la ciudad como un ave, deseoso de volar y huir a otro mundo menos ruín del que habitaba. De las ramas de ese mismo árbol de mamón, recordó, se había colgado la única piñata que se le celebró, quizás cuando cumplía cinco años y, aún recuerda haber llorado cuando una de las vecinitas invitadas había quebrado su piñata del pato Donald. Escudriñando y simulando como alguien interesado en la venta del lugar, vio algunas de las personas que habitaban ahora el predio donde habían transcurrido sus primeos 14 años de vida y le pareció una profanación aquella gente usurpando su pasado. Los nuevos habitantes ajenos al drama sucedido en los terrenos usurpados, quizás tengan sueños o pesadillas en las que pululan impávidos en medio del drama allí vivido por sus anteriores habitantes, sin sospechar lo sucedido allí en la fatídica noche de 1972.  Sacudido por el recuerdo de esos días, èl recordaba lo escrito en su diario:  "De pronto en un abrir y cerrar de ojos, la tierra se sacudió tan violentamente, que en segundos todo era escombros y lamentos,. El polvo asfixiante y la oscuridad no dejaban ver la magnitud del desastre.  Caminè sonámbulo entre los escombros sin sentir siquiera los clavos que pisaba.  En la oscuridad apareció mi hermano mayor Guayo, el cual,  entre gritos desesperados llamaba y buscaba a la abuela Margarita. Mientras tanto la tierra seguía estremecièndose, rematando así las ruinas que todavía seguían en pie.  Junto al pavoroso estruendo de las paredes y techos cediendo al mortal cataclismo, se escuchaban voces lejanas, gritos de los vecinos que llamaban desde la calle en busca de algún sobreviviente. Todo eso transcuría en segundos largos como una eternidad!. Despuès de angustiosa búsqueda de la abuela, al fin mi hermano ubicó donde quedaba su aposento y al oir gritos ahogados que provenían debajo de los escombros, se puso a escarbar desesperado, logrando desenterrar el cadáver de la abuela, la cual aún abrazaba a su nieta, la de los gritos ahogados a quien protegió con su cuerpo de una muerte segura. A diferencia de muchos cadáveres sepultados en fosa común, la abuela sería enterrada en el cementerio general, comprándose el ataúd, pístola en mano por unos de sus hijos, ante unos usureros que trataban de aprovecharse de la tragedia. Desde diferentes puntos de la capital, familiares llegaban y se aferraban entre gritos y llantos al cadáver de la abuela, en cuyo rostro, indiferente ante tanto dolor suyo y al de los demás, empezaba a dibujarse una leve sonrisa, debido al rictus de la muerte, tal parecierse que estuviera sonriendo al contemplar la tragicomedia de la vida."

  Habrá que meternos en el alambique de la desmemoria del misterioso visitante y, seguir sus pasos de cerca, quizás encontremos muchas coincidencias y lugares comunes de nuestro propio pasado insepulto. - Ah! parece ser que la muerte, sus muertos, le hablaban ahora más que los vivos. Ese su pasado ya lejano, acumulaba tantas muertes!. Mientras caminaba por las calle de su viejo barrio Boer, las cuales le cuesta reconocer, èl presiente nuestra curiosidad y como sintiendo nuestras miradas en su nuca, gira su rostro hacia atrás en búsqueda de alguien o de algo que estaba allí hace muchos años, y responde para si mismo: - que sí!, que los muertos, le han enseñado más!-  que los seres queridos y los amigos muertos, le han enseñado más que los vivos y, que al haber escapado èl mismo varias veces de la muerte, èsta le había dejado ese regusto por ella... quizás la anhelaba?.  El cementerio, como punto de partida de su recorrido por el cadáver de la ciudad, delataba su necrofilia, una atracción enfermiza por el pasado insepulto, en el cual hoy se aventuraba a penetrar con agujas de taxidermista en sus manos.

  De regreso en su recorrido, a un lado del cementerio vio el nuevo edificio del resucitado Seguro social, como metáfora cruel e  ironíca de la seguridad social de los managuas. Y un poco más allá subiendo la loma de Tiscapa, vio la pirámide del hotel Intercontinental, la cual le pareció siempre altanera, como si ante tal edificio, nada había pasado, como si terremotos y guerras, sólo fuesen parte de su altanero destino. Recordó que cuando chavalo, solía ir a jugar con sus hermanos y primos al predio vacío que quedaba frente a ese hotel.  Recordó tambièn, que por el Intercontinental habían pasado todo tipo de huèspedes; allí se había albergado el millonario y neurótico Howard Huges, quien pretendía hacer negocios con Somoza. El millonario salió huyendo, aterrorizado en aquella noche del cataclismo que destruyó Managua. Alojado en ese hotel, tambièn el dictador Somoza, hijo del dictador ejecutado por el poeta, se aferraba al poder con discursos ante la prensa extranjera, antes de huir en aquel sangriento año de 1979.  Al recordar esto, el anónino visitante, pensaba que la historia se repite una y otra vez, y se preguntaba si ese hotel volvería a ser como en el pasado lo fue, escenario de nuevos dictadores resistiendo a huir del poder. - Quizás!.

   Meditabundo y levitando en su pasado, el visitante avanzó hacia el lago de Managua por la avenida Bolivar, bajo un infernal calor; en el trayecto ve plantados grandes árboles de lata de varios colores y, cree que está delirando por el sofocante calor y las cervezas que ha tomado en la pequeña cantina cerca de la casa donde el nació. Hoy ese terreno de la vieja casa de sus abuelos, es ocupado por nuevos habitantes, aprovechando que no hay ley alguna que valga a sus originales dueños. Somoza, despuès del terremoto, había declarado el centro de la vieja Managua, zona de áreas verdes, para luego hacer negocio de tal desastre.

  Atiborrado de recuerdos, èl se detuvo frente al parque central, se sentó en una de las bancas contemplando hacia el costado izquierdo, donde recuerda estaba ubicado el viejo edificio de la escuela de Bellas artes. En dicha escuela èl había estudiado siendo niño, los sábados por la mañana, desde que la abuela lo había ido a matricular.  Desde la banca donde estaba sentado, creía verse a si mismo en ese distante pasado, asomándose a aquel balcón del piso de madera, cuando èl era ese niño soñador tímido. Quizás tambièn desde ese balcón cuando niño, el creyó ver a un hombre ya viejo que a la vez le quedaba viendo desde esa misma banca?.  Esa escuela había sido su refugio de niño aspirante a pintor, cuando todavía la muerte no había comenzado a impartirle lecciones de la vida misma, en aquella provinciana Managua. Su mundo entonces le parecía seguro y estático, con ese deseo de no querer crecer, de querer pasar desapercibido, de ser invisible ante los demás, a regañadientes creció.

  Que lejos y a la vez que cerca le parecía, todo aquello!.  Un presente coqueteando con el pasado, con  pausas intermitentes de muertes, de ausencias, de silencios, de despojos insepultos que sugieren, que murmuran, que dejan preguntas sin respuestas.  Siguió caminando mientras el calor le quemaba igual que los recuerdos de aquella vieja ciudad insepulta. Ahora Managua era otra, èl tambièn.

Otto Aguilar 
Berkeley - 7 de Febrero, 2016

Foto: Cementerio de San Pedro, Managua.



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