En los años 80's la guerra y el bloqueo impuesto a Nicaragua por el gobierno de Ronald Reagan, dejaba poco tiempo y ánimo a los nicaragüenses para la lectura de libros críticos a la revolución rusa y a la revolución cubana, libros que por supuesto eran de escasa circulación. La revolución rusa había sobrevivido a tanto derramamiento de sangre, de hambrunas, e infiernos como los sitios a sus ciudades por las hordas hitlerianas, a los mismos Gulags stalinistas, a la ejecución de miles y miles de disidentes y, apesar de todo eso se había establecido como el primer país comunista del planeta, ejemplo de justicia y equidad, por más de 60 años. La revolución cubana había sobrevivido al bloqueo de los EEUU y se había impuesto a base de represión y ejecuciones estilo stalinista sobre el cubano disidente o no; pero a pesar de esto figuraba por una efectiva propaganada, como un ejemplo de la lucha de liberación de los pueblos latinoamericanos. Esto les daba a sus líderes máximos: Lenin, Stalin y Fidel respectivamente, el estatus de mesías y, el mismo estatus de inefables, de incuetionables que el creyente católico le otorga al máximo jerarca de su iglesia.
La economía de guerra, la muerte a diario de combatientes que sucumbían día a día en esa cruel guerra de los años 80's, cuando Los Estados Unidos financiaba la contarrrevolución al ver amenazados sus intereses geopolíticos y económicos, creaban un clima de intolerancia ante cualquier crítica a la conducción de la revolución sandinista. Cualquier crítica a sus líderes era inadmisible, porque se convertía en boomerang para el proceso revolucionario nicaragüense en pañales, el cual se aferraba con las uñas dispuesto a morir desangrado.
Entre la capital y su relativa comodidad y las difíciles condiciones que la guerra de los años 80's imponía en los frentes de guerra, se fueron desarrollando diferentes actitudes en todos aquellos que defendían la revolución sandinista. Para el que permanecía en la montaña, como resultado de la diaria exposición a la muerte, se imponía un carácter más sacrificado, surgiendo con ello los inevitales síntomas postraumáticos, donde el dolor por la pèrdida del compañero de lucha o el familiar, acumuló ese veneno de odio al enemigo, que es lo que daba valor, coraje a la hora del feroz combate. El trabajo político en las unidades militares, no era más que estimular ese coraje para resisitir al cansancio de las largas caminatas, al desvelo en las posta, al terror de ser el siguiente en la la larga lista de caídos, o al horror de ser atrapado vivo por la contrarrevolución. En esa situación de guerra era inadmisible desviación alguna, poner en duda los principios de esa revolución defendida con la vida misma.
Así mismo era "indiscutible" la validez de la gran revolución rusa y de la cubana, que habían sido el ejemplo a seguir; revoluciones que habían estado hombro a hombro con la nicaragüense, cualquier crítica a sus líderes se consideraba como acto de desviación ideológica o peor aún de contrarrevolución. Muchos militantes, combatientes y simpatizantes sandinistas se tragaron sus críticas a los errores, vicios y corrupción de los líderes del proceso nicaragüense, quedándo así una imagen del único enemigo: "el imperialismo yankee". Esto contribuyó a que en la elite sandinista germinrá la corrupción, igual a la cual se había combatido. Repitiendo el mismo camino de todas las anteriores revoluciones. Los sandinistas que se atrevieron a disentir fueron expulsados como desviados ideológicamente y abandonados a su suerte; entre ellos hay cuyas muertes todavía son un misterio para muchos. Algunos de los disidentes engrosaron las filas de la contrarrevolución y murieron allí, mientras de los que sobrevivieron, hay quienes volvieron a cobrar su cheque de guerrilleros y haciendo borrón y cuenta nueva regresaron al viejo redil, a la sombra del actual e induscutible lider mesiánico del gobierno nicaragüense, que muy generoso con un nuevo traje carismático y reconciliatorio los recogió como a hijos pródigos. Los más desafortunados, desabilitados física y psicológicamente, pululan abandonados a su suerte; otros sobreviven con sus pesadillas ahogándolas en adicciones. Mientras los oportunistas, los pragmáticos, los arribistas de siempre, viven igual o quizás mejor que sus enemigos ideológicos, a los cuales ellos criticaban. Muchos de ellos son diputados parásitos por muchos años y/o empresarios exitosos. Descaradamente, estos forman parte del nuevo gobierno nicaragüense de reconciliación, donde en una supuesta alianza los aportunistas de ayer, de hoy y de siempre, se han vuelto a reunir para comer en el mismo plato. Estos son los actuales integrantes del socialismo cristiano y zombi del s. XXI en Nicaragua..
Ahora que el tiempo derribó viejos íconos mesiánicos y clona zombis de sus restos, ahora que el tiempo saca sus trapos sucios a sol, ahora que la historia nos muestra una vez más que los ídolos derribados fueron sólo suplantados por otros en una forma de sincretismo anacrónico muy s. XXI, recordemos las memorias de Emma Goldman, sobre lo que ella vió y vivió en la revolución rusa y veamos cuanta similitud podemos encontrar en los vicios y crímenes de aquellos dirigentes rusos con los dirigentes cubanos y nicas. Goldman, fue una de las más destacadas anarquistas rusa-americana que luchó por la revolución bolchevique y quièn en los años previos a la muerte de Lenin, se había decepcionado y atrevido a criticar al incuestinable lider de la revolución de octubre. Tambièn en su tiempo, ella fue tildada de agente del enemigo de la revolución rusa, por atreverse a tocar al mesía con las manos sucias, por criticar al incuestionable lider. He aquí la semblanza que de Lenin, nos dejara Emma:
Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin.
Cuando leo los himnos de alabanza fúnebre con los cuales se han dirigido al muerto algunos de sus más irritados enemigos, acuden involuntariamente a mi memoria las palabras amonestatorias que empleó Angélica Balabanova frente a Clara Sheridan, la dama que esculpió bustos de Lenin, de Trotsky y de otros jefes del bolchevismo. ¿Se le hubiera ocurrido cincelar hace tres años a Lenin -le pregunto Balabanova- entonces, cuando el gobierno inglés lo anatematizaba como espía alemán? Lenin no ha hecho la revolución. La hizo el pueblo ruso. ¿Por qué no cincela usted a las mujeres y a los hombres del pueblo obrero ruso, los verdaderos héroes de la revolución? ¿Por qué ese repentino interés por Lenin?
Con Balabanova pregunto yo a los que sobrecargan ahora de alabanzas a Lenin, entre los cuales hasta se encuentran algunos menchevistas y social-revolucionarios: ¿Por qué esa repentina simpatía? ¿Por qué ese extático estallido de homenajes para el hombre que ayer mismo era cubierto de anatemas? ¿Acontece esto en base a aquella endeble máxima que afirma que sólo se debe hablar bien de los muertos? ¿O acontece porque hoy es un signo de valor no ir contra la corriente del culto a los héroes? ¿O en resumen, no es más que un efluvio de ordinaria hipocresía? Esos escritores saben tan bien como lo sabía la Balabanova que Lenin no ha hecho la revolución. Más aún, que fue él quien puso un fin a la revolución. Paso a paso, desde el histórico respiro -desde la paz de Brest-Litovsk- hasta marzo de 1921, cuando impuso a sus rebaños su nueva política económica, persiguió Lenin la tarea que se había propuesto, intentó llevar la revolución a la calma, castrarla, desnaturalizar sus fines, privarla de su contenido, de modo que de ella no quedó más que la vestimenta exterior, que debía servir como ornamento en las revistas de gala de la Tercera Internacional.
Esa tarea no era fácil. El pueblo ruso, que se arrojó con toda el alma en la revolución, tenía ardiente fe en sus fuerzas, en sus posibilidades, en su persistencia. Lenin era demasiado perspicaz para oponerse a ese entusiasmo general, a esa honda fe. Al contrario, marchó con el pueblo y se pronunció por las medidas más extremas. Pero el objetivo que perseguía era otro y se diferenciaba esencialmente de los objetivos que el pueblo anhelaba. Era el Estado marxista, -como él lo comprendía- una máquina que involucraba todo en sí, que lo absorbía todo, que todo lo destruía, y cuya palanca tenían Lenin y su partido en las manos. Esa divinidad fue bendecida por Lenin toda la vida.Cuando la ola revolucionaria llevó a Lenin al poder, vio llegada su hora, la hora en que debía transformarse su sueño en realidad. ¿Qué le importaba que la revolución fuera a la debacle? ¿Qué significaba que Rusia se cubriera de escombros y de ruinas? De la sangre y las pavesas de un gran devenir surgió el Estado marxista. La gloria de la obtención de ese artificio corresponde exclusivamente a Lenin. Nadie trabajó más hábilmente ni con tan absoluta abnegación para ese objetivo que él. El porvenir, sin embargo, no dejará de apreciar justamente el carácter dudoso de esa gloria que incumbe al muerto jefe del bolchevismo, al leninismo, como llama hoy con orgullo el rebaño fanático de sus adeptos la formación política autocrática que pesa gravemente sobre las espaldas de la esclavizada Rusia.
Los aduladores de Lenin lo llaman grande. Pero él no poseía seguramente la grandeza del espíritu y del corazón que constituyen las condiciones previas esenciales de toda grandeza verdadera y general. Lenin mismo habría llenado de vejaciones y de burlas a los que le atribuyen hoy tales cualidades burguesas. Grandeza de espíritu, magnanimidad de corazón, comprensión y simpatía para un adversario eran rasgos que escapaban totalmente a este hombre, que sin embargo, fue tan extraordinariamente humano en sus defectos y criminal en sus errores. Más de una vez se ofreció a Lenin la ocasión de revelar la verdadera grandeza, pero su conformación espiritual entera no le permitió percibir la ocasión magnífica y ni siquiera comprender su importancia. Desde este punto de vista, Lenin ha quedado siempre fiel a sí mismo.
Der Tag del 27 de enero da cuenta de una interesante historia. Era en 1890; Rusia se vio visitada por una terrible miseria. Toda la inteligencia rusa, sin diferencia de opiniones, se asoció para encontrar medios y vías que pudieran aliviar la situación del pueblo hambriento. León Tolstoi mismo escribió un caluroso llamado de socorro. En Samara, el centro del distrito del hambre, se reunió un grupo de intelectuales para deliberar sobre su trabajo en pro de los hambrientos. En esa reunión se levantó un joven y se expresó así: El hambre revoluciona a las masas y facilita la lucha contra la autocracia rusa. Por esa razón considero un crímen el proyectado socorro. Naturalmente no tengo ninguna inclinación a participar de ese crimen. Ese jóven era Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin. No sé si el autor de esta historia, presente en aquella reunión, ha citado exactamente el discurso del joven Lenin, pero es tan notablemente significativo para toda la conformación espiritual de Lenin y refleja tan excelentemente su conducta frente a la vida y a los padecimientos humanos, que bien podría ser la verdad.
Lenin demostró la misma fría inflexibilidad en otra ocasión memorable, y fue frente a Dora Kaplan, que tenía tras sí largos años de cárcel; no había sido conducida a su acción ni por motivos personales ni por motivos contrarrevolucionarios. Sabía también que su muerte, lo mismo que su existencia, no podrían contribuir a la prosperidad de Rusia. Con un gran gesto habría podido atraer hacia su persona, de parte del mismo partido a que Dora Kaplan pertenecía, humana consideración. Podía reservar la vida de esa mujer. Ese hubiera sido un signo de grandeza que habría señalado bajo las circunstancias un elemento nuevo, vital, al curso entero de la revolución. Pero nadie puede dar lo que no tiene. Lenin, a quien toda verdadera grandeza humana le era extraña, entregó a Dora Kaplan a sus verdugos, a la tcheka. ¿Se puede representar uno por un sólo momento que un Tolstoi, un Bakunin, un Kropotkin, los tres grandes rusos, hubieran podido hacerse culpables de una crueldad tan innecesaria e infructuosa? ¡Pero para qué mencionar esos espíritus universales!
Hubo dos mujeres en el movimiento anarquista: Luisa Michel y Voltairine de Cleyre. También contra ellas se intentó la muerte. ¿Cómo procedieron contra sus atacantes? ¿Se atuvieron a su libra de carne? ¡No, al contrario! Ambas se negaron a participar en un asesinato. Solicitaron la vida de los hombres que habían querido quitarles la suya. Compárese los actos de Luisa Michel y de Voltairine de Cleyre con el acto de Lenin y se verá la mísera impresión que produce el último en realidad.
Y sin embargo poseía Lenin una grandeza, que nadie podrá disputarle, poseía la grandeza del jesuitismo, la voluntad de seguir su camino con astucia y despreocupación de los medios y un menosprecio extremo hacia los asombrosos sacrificios que ofrendaba a su divinidad. En este sentido, los Torquemadas de todos los tiempos han sido grandes. De algunos se sabe que estallaban en sollozos al mandar a sus víctimas a la cámara de tortura o a la muerte. Tal vez sollozó también Lenin por el tributo que debía pagar por sus tentaciones. Felizmente tales lágrimas eran el factor paralizador del espíritu de la humanidad y destructor de todo intento de una nueva forma de vida. Los Torquemadas han sido siempre las fuerzas más reaccionarias y contrarrevolucionarias de la historia humana. Y Lenin era un reaccionario. Todos sus hechos políticos desde 1917 son una demostración viviente de sus aspiraciones contrarrevolucionarias. Contrarrevolucionarias en el sentido que han contribuido con todos los medios al fracaso de la revolución..."
(Este texto completo y otros mas se pueden leer en el portal:
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/hipocresia/13.htmlde la revista digital : bibioteca digital antorcha).
Berkeley, Ca. 15 de Nov. de 2008.
No comments:
Post a Comment