Thursday, October 17, 2019

El barrio Boer, la abuela y el sapo.


  Entre los vecinos del viejo barrio Boer de Managua, había uno al cual llamaban sapo, por su voluminosa forma de batracio sin cuello. El sapo era como todos los sapos escandalosos en sus croars nocturnos; sus vociferaciones se escuchaban por las noches, al calor del whisky que ingería en cantidades suficientes como para dar paliza a su esposa, quien llorando y gritando al final huía en medio de la noche, llevando a sus hijas gemelas por las vía de escape, la calle 7ma Avenida, la cual le llevaba a casa  de doña Margarita, abuela de Alberto. En una de esas ocasiones, cuando doña Margarita abrió la puerta, para dar auxilio a la pobre mujer, èl vió horrorizado los hematomas en el rostro compungido de la esposa del sapo. Ese rostro que le recordaba el de la virgen La Dolorosa de la iglesia de San Josè, casi desaparecía entre el cabello desgreñado de la adolorida mujer. La dolorosa del Boer, levitando, cargaba a una de sus hijas desmayada. El sapo, un doctor en aquellos años del somocismo era el director del Snem. Un doctor más que "respetable", temido ante los empleados del Snem, un doctor que por las noches se convertía en un sapo violento, desvelando al vecindario con su croar y sus palizas a su desdichada mujer. Probablemente èl era uno de los tumores más malignos que aquellas casas vecinas del barrio Boer, albergaban.

   Por esa vía de escape de los calabozos-casas que albergaban tumores malignos como el del sapo, en la calle 7ma avenida pululaban seres libres escapados hacía tiempo de los calabozos de sus vidas. La Nachita y la Sebastiana, eran dos de esos seres del mundo raro, cuyas alas les llevaban levitando emperifollados por esas calles del Dios dizque más que misericordioso, juguetón, bromista y cruel, al cual la Nachita y la Sebastiana,a pesar de eso, le bailaban al ritmo de marimba en las fiestas patronales de Santo Domingo o del Toro venado. La Nachita, delgado y moreno, vendía carne asada en el mercado Boer . La Sebastiana que vendía refrescos, poseía unos bellos ojos color aquamarina como dos gemas cristalinas los cuales enmarcaba con marbellín negro que de vez en cuando le regalaban lágrimas negras provocadas por un mundo que le rechazaba; èl hubiera querido haber nacido mujer y haber parido hijos de ojos aquamarina como los suyos. Ambos, La Nachita y la Sebastiana, quizás hubieran hecho lo mismo que hizo la abuela de Alberto, auxiliar a la esposa del sapo; le hubieran curado sus hematomas y, tratando de convencerla de escapar de su martirio la hubieran maquillado y le hubieran prestado sus vestidos para huir con ellas.

   Alberto vio pasar por la calle a la Sebastiana, una mañana cuando se dirigía al colegio San Antonio, ella le pestañeó con aquellas sus dos gemas enmarcadas de negro marbellín. Probablemente èl quiso saber quièn era aquella avis rara, aquel pavo real, pero su timidez le ataron y cada quien siguió su camino. Las coordenadas de destinos que se bifurcan sin dejar más que efluvios de incertidumbre, son como señales no captadas en esos años de inexperiencia como los que atravesaba Alberto, un collegial y lazarillo de domingos de Iglesias con la abuela Margarita y la amiga de èsta, doña Rosa Erlinda, la cual era ciega. Por esa misma calle donde vió pasar a la Sebastiana, èl iba por las mañanas al colegio San Antonio y por las noches, los jueves del santísimo y los domingos a la iglesia San Josè. Aquellos eran tiempos cuando la vida le parecía segura, detenida en aquella rutina que languidecía y se alargaba en las calles de escapes, por donde esa misma vida libre como la de la Sebastiana y la de la Nachita se contoneaba de arriba abajo..

   Pero la vida no era estática como Alberto creía, y el Dios juguetón en quien no creía ya, le dió prueba de su existencia sacudiendo una noche de navidad aquel barrio Boer y a todos los demás barrios de Managua. Las casas de paredes altas y de adobe encopetadas con tejas de barro, no soportaron aquella temblorosa jugada y se desplomaron como fichas de dominó, exhibiendo desvergonzadamente sus tumores al amanecer. El tumor maligo del barrio Boer, el sapo Robleto, había sobrevivido. Algunos cadáveres rescatados, yacían cubiertos con sábanas, en aquella calle donde Alberto había jugado desde niño, esa calle que había recorrido con la abuela al regresar de misa de la iglesa de San Josè o de la basílica de San Antonio, saludando por las noches a su “respetables” vecinos, que veían sentados en sus sillas mecedoras en la acera de sus casas; la misma calle, donde quiso el destino se encontrara una vez rumbo al colegio, con la Sebastiana y sus ojos aquamarinas; esos ojos azules-verdes de una belleza nostálgica como los ojos de su misma abuela que esa fatídica noche del cataclismo se habían apagado para siempre. El sapo chequeó a doña Margarita, su vecina, la cual había alojado algunas noches a la esposa de èste, cuando huía de sus abusos. Ella había sido rescatada de los escombros y, daba la impresión de que dormía, pero las pupilas de doña Margarita le habían confirmado al sapo doctor, que nada se podía ya hacer. La abuela de Alberto había muerto, igual que había muerto su barrio Boer, igual que habían muerto más de diez mil personas aquella madrugada del terremoto en vísperas de navidad en la Managua de 1972.

  Otto Aguilar - 

  Berkeley 23/12/2016

 Foto tomada en la calle 11 de Julio - Barrio Boer en la vieja Managua.




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