Tras parpados cerrados, mis pupilas se mueven
lentamente en el recinto oscuro de mi ser, escudriñan en las secuencias de
escenas hilvanadas sin orden y lógica alguna, actos que aparentan ser mi
pasado; allí muchas existencias pululan perdidas en los recovecos y corredores
de mi memoria. A lo lejos, las voces y sonidos del mundo exterior llegan con
sus rutinarios ecos sordos, dejándome una vaga sensación de pertenecer irremediablemente allá afuera de mí mismo, al mundo de los mortales.
Mis dilatadas pupilas, obsesivas siguen
escrutando mi interior y, de súbito se detienen y me veo a mí mismo atrapado en
un atardecer rojizo que recorta en lontanaza una hilera de pinos, quizás
Jalapa?, quizás los años 80's? quizás el combate y despuès la muerte sembrando
entre esos pinos, antorchas de rojo quemado, quemando cadáveres, quemando
montañas. Rojo quemado que quemó toda utopía y todavia hoy quema mis sueños;
no!, no otra vez!; al girar mis pupilas como huyendo de terrorífica imagen, el
movimiento arrastra intermitentes secuencias que se traslapan y la escena se
deshilacha cual pintura de rápidos efectos de goteo multicolores de una pintura
ebria de Jackson Pollok. De pronto mis pupilas se detienen, al reconocer un
rostro que intermitente emerge de ese pictórico goteo rojo, anaranjado,
amarillo y blanco sobre el lienzo negro y fatal de la noche. Me detengo y le
contemplo compungido, sí, es èl!, aquel efebo seductor eternamente joven!. Su
cabellera ensortijada con la cinta que sujetaba sus bucles a su nívea frente,
muestra un lado chamuscado por el fuego; sus ojos bien abiertos al vacío, como
incrèdulos contemplan el último momento... un hilo de púrpura sangre
brota de la comisura del dibujo fino y sensual de sus labios, que desdibujan
una congelada mueca de indolencia; gesto de labios entreabiertos que todavía
dejan escapar el último gemido... gemido doloroso de una santa Teresa de
Jesús de Bernini, levitando de amor apasionado y cruel, de amorcillo que clava
su flecha... último gesto de alma liberada, sedienta de eternidad,
escapando de la carne que encarcela y tienta.
El gemido se ahoga entre el murmullo de un
río y unas lejanas voces; creo es el río Coco, arabesco plateado que raudo
serpentea entre oliváceas y sarrosas riberas, como corren los ríos caudalosos
entre las vaporosas selvas en las pinturas de Armando Morales. Recónditas
selvas donde el turquesa-ocre estalla entre el olivo sarroso de una quietud
hierática. Las intrincadas y pequeñas pinceladas se alternan al efecto del
raspado de la cuchilla que hiere y penetra muchas capas de un tumultuoso
pasado. Las voces, quizás aquellas voces de jóvenes soldados chapoteando con
sus desnudos de bronce?, y las bromas!, las jocosas bromas que mencionan
atributos sexuales, que van desde el más dotado sexualmente cual brioso
garañón, hasta el que esconde tímido las "verguenzas" bajo las
cristalinas aguas. Allí el machismo ingenuo y cruel alardea y coquetea,
suscitando celos, envidias en unos, mientras en otros admiración y hasta
escondidas y prohibidas atracciones. Pero la camaradería soldadesca del rubio
Whitman, en la soledad de hombres sin mujeres, busca el desahogo en los más
atrevidos, en esos donde el amor de Lorca repartió coronas de espinas. Y entre
esos soldados del río Coco, recuerdo haber visto chapotear cual niño lúdico a
más de algún Caravaggio de temple aguerrido y peligroso; fornido y de rudo
entrecejo, al cinto la daga, misma que empuñara con la mano virtuosa con la
cual su pincel de pintor degollaba, haciendo saltar del cuello de Holofornes,
borbotones de púrpura sangre sobre los blancos platinados lechos de Judith; era
la misma mano concupiscente que igual que procuraba placer prohibido, tambièn
podía cortar viriles gargantas.
La garganta se me hace un nudo y, ya las
lejanas voces del juego de los soldados, ahora suenan a concierto de grillos
con pausas de un suave murmullo que se lleva el somnoliento río Coco. Allí
estoy de nuevo, atrapado en una fría noche de postas como tantas, noche de luna
en centro, noches de oscura soledad donde divagaba y atenazaba el recuerdo
nostálgico de mi niñez en la vieja Managua ya extinta. Rutinaria vida de
provinciana ciudad que se vuelve tentadora cuando lejos en el tiempo y en el
espacio se le añora!... cuando resonaban cual ecos añejos los ensordecedores
claxons de buses, que del mercado Boer partían a los departamentos y, las
magnetofónicas voces de las baratas anunciando el último producto infaltable en
el hogar, así como el reciente fallecimiento de algún vecino el cual
posiblemente había dejado a sus deudos más deudas de herencia que otra cosa.
Tambièn allí estaba aquel tejado de la casa, en donde como empinados
observatorios de niño travieso, escrutaba con mis hemanos el resto de tejados.
Desde allí, acostados y embobados contemplábamos ese inmenso ocèano del cielo,
donde animales míticos y algodonosos aparecían y desaparecían magicamente en el
infinito azul de la nada. En ese mismo cielo, el revoloteo de palomas de
castillas, que anidaban en los aleros de esos tejados, se elevaban más alto que
las plegarias que como penitencia me imponía el padre Estanislao de la igesia
de San Josè, ante mis confesadas concupiscencias, producto del complicado
despertar lúdrico y alborotado de mis hormonas. A esas mismas palomas que
anidaban en los aleros de nuestros tejados, me encantaba escucharles ese
chismorreo mañanero del tucutú-tucutú que de niño pretendía yo imitar y
entender como puro chismorreo entre ellas; chismes de secretos de alcobas que
lograbran escuchar desde aquellos tejados.
A esos tejados de barro color siena tostada lamidos
del verde aletargado minuto, al igual que a las viejas y altas paredes de la
casa, yo les envidiaba en mi ingenua niñez, esa virtud de ser testigos eternos
ante el paso rutinario e inexorable de nuestros días, ante el nacimiento de la
prole numerosa y ante las primeras muertes que la vieja casa de la abuela, como
fantasmas, luego empezaba a albergar. Muertes trágicas, como la del del abuelo
Humberto, asesinado por el pitcher de las grandes ligas del Boer, en la
estación del tren de León a Managua. El fantasma del abuelo, despuès
seguiría habitando cual espectro noctámbulo por los corredores de la casa y, en
medio de la noche la abuela susurraría a mis oídos: - escuchás los pasos?, son
los pasos de tu abuelo!.
Y con un miedo glacial en el estómago,
provocado por los pasos que del fantasma del abuelo escuchaba la abuela,
espantado salí corriendo para de allí saltar al árbol de Jocote y en un
santiamèn, trepar al filo del muro que separaba la casa para caminar cual
expertos funambulista. Y mientras camino equilibrando en lo alto del muro, èste
se alarga y en otro santiamèn de nuevo caigo en la loma de Macaralí, Jalapa,
donde ahora voy arrastrándome en el suelo en medio de las balas del combate con
la contrarrevolución, que suenan secas al caer en la tierra, peligrosamente
cerca de mí. Una de la balas impacta al soldado que tambièn se arrastra y al
cual yo le sigo, provocándole un gran hueco en su pectoral izquierdo.
Aterrorizado sintiendo que ya tenemos a los contrarrevolucionarios como fatales
funambulistas saltando sobre nosotros, quito su camisa y trato infructuosamente
de detener los borbotones de sangre que se escapan de la herida, lo cargo en
mis hombros y empiezo a correr, el grita mordido por el dolor, pidièndome le
deje mejor allí mismo porque ya no soportaba más, pero le grito que no!, que no
se los dejaría ni muerto a los contras. Corrorriendo y cargando al herido sigo,
como alma que lleva el diablo y, he allí que otro soldado viene en nuestro
auxilio y me ayudan con el herido. El "grito"de Munch que escapa
dolorosamente de las entrañas del soldado herido, se extiende en revolutas
rojas y moradas en el cielo gris tormentoso de aquella terrible y fría mañana,
ese grito que todavía como eco resuena en esas montañas de Macaralí y el viento
lo arrastra a travès de los pino, quizás hasta algún oído de campesino
que en las laderas de dicha montaña corta leña en una mañana fría y gris como
aquella y, al escuchar el grito sin perturbarse lo achaca a los monos,
ignorando que en esa misma colina años atrás, aquellos soldados jóvenes y
románticos que fuimos, nos habíamos trenzado en combates mortales contra otros
soldados funambulistas que tambièn gritaban de dolor y rabia y morían como
nosotros.
En ese corredor de mis recuerdos, mis pupilas
siguen escudriñando, y a veces en la esquina al doblar un recoveco creen
reconocer a alguien a quien creían muerto, afanosas le siguen, pero el espectro
corre más de prisa por el corredor oscuro y en brinco de saltimbanqui se pierde
en el momento en que mi cuerpo se sacude como al caer de lo alto y, mis
párpados entonces se abren, en el instante en que mis pupilas insomnes creen
reconocer cara a cara, el súbito regreso de mi bagabunda y sonámbula alma.
Otto Aguilar.
Berkeley, May 2013
Imagen: Serie Inquisiciones- Acrílico, collage/papel.